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sábado, 5 de abril de 2014

De la obligación de usar/querer rosa o azul

El peluche de la foto se llama Pepito, no porque le di ese nombre sino porque ese es su nombre de fábrica. Estuvo muy de moda en Brasil en los años 90', era el premio más deseado de la mayoría de las rifas, todos queríamos un oso Pepito, era el objeto de deseo de mi niñez. Un osito para dormir abrazados, con pijamita y gorra de dormir, pura ternura. Era el peluche más deseado de mis 9, 10 años. Tanto que me recuerdo perfectamente el día en que fuimos a comprarlo, y cómo volví contenta de la tienda abrazándolo y sintiendo su rico olorcito de peluche nuevo. Pero no estaba 100% contenta, me sentía rara.



A Pepito lo tengo hasta hoy, está como nuevo como pueden ver. Suele estar sobre la cama de Migue, para el espanto de la gente que viene a visitarnos y ve ese peluche rosado en la cama de un varoncito, sin saber que el peluche en realidad es un recuerdo mío. Lo que nadie nunca supo es que ese desconcierto por el color también lo viví yo con Pepito.  En mi imaginario siempre fue varón, a pesar de ser rosado, su carita siempre me pareció masculina y eso nunca me pareció raro. El problema siempre fue otro. El problema es que Pepito siempre fue mi alegría y mi frustración. 
Pepito celeste  aquí

El día que me lo regalaron me quedó en la memoria no sólo por la alegría sino más bien por esa sensación rara de no poder tener lo que uno quiere, de ser obligada a tener algo queriendo otra cosa.  Nunca me olvido que el Pepito celeste me pareció más bonito, quizás porque siempre me pareció que los pepitos son varones, no lo sé. Lo que sé es que entré a aquella tienda cuyo nombre ya no me recuerdo y me encantó el Pepito celeste, ¡qué lindo era! ¡Qué divino! Era como un sueño cumplido. Tal vez algunos digan que en aquel momento ya estaba destinada y ya presentía que iba a ser mamá de un varón y no de una nena, tal vez, no podemos afirmar ni que sí ni que no, lo que sí es que tenemos impregnados en nuestro imaginario eso de rosado para nenas y celeste para varones. 

Al Pepito celeste lo abracé con todo mi amor y lo dejé allá en la tienda, porque me sentí en la obligación de llevar el rosado. No me recuerdo si mamá me dijo que lleve el rosado, pienso que no, mamá siempre nos dejó jugar con lo que queríamos. Pero yo tenía por alguna razón esa regla, ese tabú hacia el celeste, esa sensación de tener que elegir entre mi gusto por el celeste y la obligación por el rosado. Ganó la obligación.

Pepito gigante para adornar la cama, solía ser premio de las rifas.
De ese sí tuve un celeste pero no daba tanto gusto porque era demasiado grande


A mi Pepito rosado lo amé con todo mi corazón, tanto que lo conservé. Dormíamos juntos, le leía cuentos, y hasta hoy disfruto darle un abrazo y usarlo como almohada. Y hasta hoy, cada vez que lo abrazo, se me viene en la mente la imagen del Pepito Celeste y pienso qué feliz sería si alguien me lo regalara, aun ya siendo grande. Y, como mamá, lo que siempre pienso cuando veo mi Pepito es: ¿Hasta cuándo los niños van a tener ese tipo de frustración? ¿Hasta cuándo vamos a reproducir esos estereotipos?  

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